El surrealismo influyó decisivamente en el arte de los años veinte y treinta del siglo XX. André Breton, el principal promotor francés de este movimiento, definió que la entrada de Joan Miró, pintor barcelonés, en esta corriente artística, convirtió la fuerza del surrealismo en “definitiva”.
Miró, hasta que empezó a decantarse por la cerámica y el grabado en 1942, vivió cuatro etapas diferentes en el marco de la pintura surrealista. En la primera (1923-1927), expresó continuamente la “alegría”, ejemplificada por
El carnaval del arlequín (1924), una de las obras más relevantes de su carrera. Tras el viaje a Holanda, considerado como su segundo período (1928-1929), mostró en sus lienzos la influencia del arte flamenco del siglo XVII. No cabe duda de que su
Interior Holandés I (1928) se parece a
El tañedor de laúd, obra realizada por Hendrick Martensz Sorgh en 1661.
En la posterior tercera fase (1930-1935), la pintura mironiana experimentó un cambio drástico con unos toques “agresivos”. Está claro que los cuadros de estos años, por ejemplo
Mujer (1934), no expresan de ninguna manera la alegría de
El carnaval del arlequín, lo cual provocó el desprecio de Breton, que era admirador de dicha obra. En lo referente a su cuarta y última etapa (1936-1941), Miró, inspirado en el contexto bélico que le rodeó (Guerra Civil española, Segunda Guerra Mundial), recuperó el estilo que había demostrado en su primer período surrealista; e intentó aportar a la gente la “esperanza” que había perdido. La serie Las Constelaciones (1940-1941), con un tono “brillante”, fue una clara manifestación de ello.
Aunque contó con estas varias etapas, Miró siempre mantuvo el equilibrio entre la “autodisciplina” y el “automatismo”, dos elementos totalmente opuestos. De ahí que culminara su pintura surrealista, sostenida por este balance minuciosamente cuidado.
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